"Elle est triste elle fait valoir
Le doute qu'elle a de sa réalité dans les yeux d'un autre."

En exil, Paul Eluard.

domingo, 7 de junio de 2015

Chez Alberta o la importancia del café de referencia


En el Café de los recuerdos una mujer bebe lentamente un gimlet azul como cielo de verano, frío como el espejo del pasado. Entra lentamente un hombre vestido de blanco, panamá en la cabeza y luz de zafiro en los ojos. El bar está tranquilo. Los recuerdos sobrevuelan las tertulias en torno a las mesas, se agarran a las paredes como mariposas cansadas, se posan sobre la espuma de cada cerveza, dibujan lo vivido posándose en el fondo de cada taza de café. El rumor del bar es como un lejano estruendo de golondrinas haciendo vuelo rasante. Hay vida en este bar que espera tu llegada, agua de mayo para vestir de flores los fusiles y las ventanas.”
Ismael Serrano.


Odio, je deteste, vivir en casa ajena. Pero lo odio aún un poco más, si cabe, cuando en esta casa ajena no se toma café. La casa ajena que está llena de aparatos por y para todo, a saber, un deshuesador de cerezas, pelador de manzanas, chisme para hacer huevos duros o à la coque, máquina de goffres, mandolina, picador de ajos etc. Mil y un cachivache pero no tienen una ridícula cafetera italiana. En la casa de los cachivaches inútiles justifican mis mofas entreveladas diciendo que son el país de Lépine (un prefecto de la policía de París que creó en 1901 un concurso de inventos, que continúa actualmente) y a mí me hace mucha gracia aquello de “el país de...” Ser el país de Descartes es la excusa para su absurdamente rígida metodología académica. Ser el país de Napoleón para su obsesión por ser una potencia a nivel internacional.


En cualquier caso, en la casa del país de Lépine no hay café, y yo eso lo llevo muy mal. He intentado suplirlo comprando un calentador de agua para hacerme té a discreción en mi cuarto, pero no es lo mismo. Sobre todo, porque tomar un té sola al terminar o empezar el día, estudiando o vagueando simplemente, es algo diferente a lo que es el café para mí. El café yo lo veo como un fenómeno social. Por eso me lancé en una desesperada búsqueda por todo Lyon para encontrar una cafetería, un bar que hiciese las veces de cuartel general y lugar de referencia. 


Hay un cuento de Galeano en el que un marinero que atraca de noche en una ciudad entra en un café. “Llueve desde lejos; la lluvia se abate contra las ventanas del café del griego y hace vibrar los vidrios. La única lámpara, amarilla, luz enferma, oscila desde el techo. En la mesa del rincón, no hay ninguna muchacha tomándose un cortado ni fabricando un barquito con el papel del azúcar para que el barquito navegue en el vaso de agua y naufrague. Hay un hombre que mira llover, en la mesa del rincón, y ninguna otra boca fuma de su cigarrillo”. Pues bien, yo soy de las que hace barquitos de papel tomándose un cortado. Y eso es lo que buscaba en Lyon, pero ya se sabe, el pasado a veces pesa y los recuerdos nos vuelven exigentes.

¿Dónde encontraría un bar como aquel de mi barrio en el que el café con leche y el pincho de buena tortilla cuesta 2€? ¿O aquel que estaba enfrente de mi último trabajo y que nada más entrar, me ponían el café en taza, oscuro y con leche caliente sin que dijese ni los buenos días? Son bastantes los cafés de Madrid que he adoptado como cuartel general y que he frecuentado en invierno o en verano, a las 5 de la mañana o a las 10 de la noche. En los que he leído, escrito cartas, discutido, preparado exámenes, ponencias, he establecido verdaderas amistades y me he perdido en el mundo removiendo el café con una cucharilla obsesivamente. Café que su simple evocación significa recordar toda una época. Y Lyon necesitaba también su decorado en mis futuras nostalgias.

Por eso me lancé a la caza del café. Primer impedimento: la lógica de precios francesa. Café solo en taza pequeña puede costar 1,20 en los sitios más económicos. El problema es cuando lo pides con leche y el precio se duplica. ¿Por qué? ¿Acaso tienen que ordeñar la vaca en la cocina? Obviamente, ya en París hace unos años me acostumbré a tomar el café solo. Café noir. Café noisette, el cortado (como en el cuento de Galeano), costaba 1,30 en el primer candidato a ser mi café lyonés. Haciendo esquina con la academia en la que estudiaba francés, bien podría haber sido candidato a protagonizar la canción de Aute, Las cuatro y diez,

¿Quieres helado de fresa/
o prefieres que te pida ya el café?/
Cuéntame como te encuentras/
aunque sé que me responderás: muy bien.”

Otro candidato fue uno de esos postmodernamente detestables cafés librerías, que como tenía la silueta de Chaplin en la puerta, tenía su encanto. Cercano a la place Sathonay, que irremediablemente me recuerda a la Plaza Vieja de Vallecas, tenía también a priori todos los ingredientes. Sin embargo, no conseguí identificarme del todo con ellos. ¿Sería que me faltaba la compañía? ¿Que nunca conseguía disponer verdaderamente de los suficientes minutos para tomarme el café a gusto?


Hasta que Chez Alberta interrumpió en mi rutina lyonesa. Situado a unos metros de mi casa, justo al lado de la entrada del funicular, en seguida captó mi atención. Y lo hizo por una razón nada desdeñable: si no fuese por el nombre (Chez Alberta. Bar de la colline) y por su situación en la rue de Trion, bien podría ser un bar de cualquier pueblo castellano. Toldo verde, terraza inamovible a pesar del clima, siempre abierto. Un bar cutre, que diríamos. Siempre con gente, pero no mucha, y siempre obreros de 40 o jubilados a los que apenas les faltan las fichas de dominó. Pero Chez Alberta tenía un problema: estaba tan cerca de mi casa, que no merecía la pena ir.

Por eso lo descubrí solo hace unas semanas. Vi la oportunidad cuando la desviación del autobús de Martin le obligó a pasar por este barrio y le propuse tomarnos un café allí. Martin no lo supo, pero era la excusa que llevaba meses buscando. Entonces, me senté al fin en aquella terraza y me sentí por fin en una Francia con la que me identificaba. Porque Chez Alberta bien podría ser un bar de Segovia, pero estaba en Lyon, bien podría ser italiano por su nombre, pero no lo era, y su camarera de pelo teñido rojo fuego, con delantal y gafas de fina montura bien podría ser de todo menos francesa y, efectivamente, su marcado acento del este de Europa me daba la razón. Aquel día pedí un pastis, por darle un matiz francés al asunto.


Ayer en Chez Alberta revisaba unas fotocopias que había hecho en el archivo de la Resistencia durante un día de estudio, mientras removía un café noisette que la Alberta del este amablemente me había servido bien caliente y en taza. Subrayé en mis fotocopias un nombre: Antoine Palomarès. Antoine había nacido en el Ariège, hijo de padre español en 1925 y participó en un batallón de inmigrantes en Lyon vinculado al partido comunista durante la Segunda Guerra Mundial. Su hermano Emanuel también, pero una tubercolósis al final de 1944 le causó una discapacidad del 75%. Antoine recibió en 1984 la Medalla al Mérito Militar por sus servicios a la Resistencia, pero desde 1967 estaba parapléjico por un accidente laboral.
Chez Alberta pasó a ser mi café de referencia cuando subrayé en aquella fotocopia el siguiente párrafo de una carta de Antoine Palomarès escrita el 30 de julio de 1985:


Me preguntas si he tenido problemas debido a mis orígenes, en el colegio había discusiones con los italianos o los españoles que a veces terminaban en peleas con los puños. Luego, en el trabajo en la fábrica había compañeros que tenían la necesidad de criticar los orígenes de algunos compañeros, yo los ponía fácilmente en su lugar aludiendo a mi pasado militar y en la Historia de los pueblos. No hay razas, pues entonces la raza francesa estaría compuesta de 27 razas diferentes

27 razas, decía Antoine, que como aquel café, y como yo, no era francés porque era de todos los sitios a la vez, aunque Lyon ya llevaría siempre su huella, 

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